8 ago 2011

El otro fotógrafo

Por John Acosta

El cadáver de Mauro permanecía tirado en el pavimento ardiente. Los curiosos, soportando el bochorno del sol caliente, miraban estupefactos el charco de sangre que envolvía el cuerpo sin vida de aquel hombre extraño. Jóvenes, con los uniformes mojados pegados a la piel y los rostros bañados de sudor, se habían volado de la escuela al enterarse del accidente. La bicicleta del muerto estaba a dos metros con los riñes torcidos. El Corregidor, acompañado de dos policías, medía acá y allá con un metro metálico. Eran las tres de la tarde.

Mauro Díaz se levantó ese día, como siempre, a las ocho de la mañana. Aturdido todavía por la pereza del sueño, se envolvió una toalla de colores llamativos sobre su cintura desnuda. Abrió la puerta de su cuarto oscuro y recibió el torrente de luz solar. Atravesó el patio hasta llegar a la ducha que estaba al aire libre, debajo de un palo de mango. Y se despojó de su trapo secador. Allí, en la sombra de ese árbol frondoso, a la vista de todo el que pasara por la calle y mirara por encima de la cerca de madera. Doña Isabel, la dueña de la casa donde Mauro tenía una pieza arrendada, con su pelo despeinado y sus piernas varicosas, atizaba el fogón de leña.

- ¡Carajo, Mauro, buenos días! Ya ni saluda - le dijo.
Mauro llegó al pueblo en un destartalado bus intermunicipal. Eran las tres de la tarde de un febrero hirviente. La carretera era entonces una línea de piedra por donde pasaban los carros dejando parte de sus tornillos. A las cinco de la tarde de ese mismo día, frente a la única droguería del caserío, en una casa de paredes altas y agrietadas, apareció un aviso de lata con unas letras góticas de color rojo: "Foto Imperio", se leía. Y más abajo, unas letras más pequeñas, de color negro, decían: "Propietario: Mauro Díaz". Diez años después, Mauro Díaz moriría exactamente en el mismo sitio donde se bajó del bus.