Por John Acosta
Carmen se agarraba desesperada de la
cabecera metálica de la cama de mi abuela. Una de las mujeres le ungía algo en
la frente con un trapo. Otra le agarraba las piernas tensas. "Ay, Dios mío", se quejaba ella con la
voz entrecortada. "No seas cobarde, carajo: puja más es lo que debes
hacer", recibía como respuesta. Hasta que su mirada, que buscaba con
ansiedad un punto de apoyo en el espacio del cuarto, se topó de repente con mi
rostro pálido y estupefacto. "¡Saquen a ese muchacho!", gritó
restablecida por un instante en que el dolor paró.