Por
John Acosta
Cuando se ve al
fundamentalismo pacifista de este país rasgándose las vestiduras por los más
recientes 11 soldados colombianos masacrados vilmente por las Farc en zona
rural del Cauca, no puede uno evitar sentir un dejo de amargura en el alma:
cada vez que alguien ha destacado un error del proceso de paz, ese dogmatismo
pacífico corre a señalarlo a uno de guerrerista, pues la característica
principal de quienes militan en ese
fanatismo pacifista es no aceptar críticas. Y el traspié más grande de estos
ortodoxos de la paz es creer que las Farc, como por arte de magia, dejaron de
ser mentirosas de la noche a la mañana. Los 11 integrantes de la fuerza pública
asesinados no han sido los primeros desde que esta guerrilla declaró el cese
unilateral de hostilidades. Siento importunar, una vez más, la religiosidad
rígida de quienes se han autoproclamado como los únicos depositarios de la paz
de esta nación: los 11 militares liquidados
tampoco serán los últimos en este remedo de tregua guerrillera. Duele
profundamente las vidas que acaban de apagarse ante la barbarie de estos
genocidas. También siente uno lástima por la candidez de los inocentes fundamentalistas
pacíficos.