Poco antes de que se cerraran las votaciones, inició
la ráfaga de fusil. La gente empezó a gritar y a correr horrorizada. Yo era
testigo electoral y estaba en los pasillos del único colegio de bachillerato
del pueblo, esperando la hora del cierre para iniciar mis labores de
supervisión en la mesa asignada. Los policías se daban órdenes entre sí y
buscaban sitios estratégicos para ubicarse. No recuerdo haber visto disparar a
alguno de ellos, lo que me pareció una sensatez, pues eso hubiera elevado el
miedo en la población. Fue una escaramuza: no duró sino unos diez minutos, lo
suficiente para que se decidiera llevar las urnas del lugar para hacer el
conteo de votos en la cabecera municipal. Los disparos habían venido del
montículo que rodea al arroyo que queda cerca al colegio. Es posible que
hubieren sido dos o tres guerrilleros vestidos de civil que una vez creada la
confusión, escondieran sus armas en el monte y salieran a camuflarse entre la
gente asustada. Eran los tiempos en que las Farc habían obligado al Estado
sacar a la policía de las poblaciones y dejar al garete a los habitantes
rurales: los agentes del orden solo llegaban a cumplir misiones especiales como
la de garantizar un día de elecciones. Tengo grabada en mi alma, cada uno de
los episodios que he vivido en todas las elecciones en que me ha tocado viajar
a votar a Casacará, Cesar, a más de cinco horas de donde vivo, por más de
veinte años, en los que la Registraduría Nacional del Estado Civil me ha
obligado a ser un trashumante electoral.