29 sept 2016

Las estacas

Rosa Rojano Osorio, sonríe a la vida con 72 estacas
Estar viejo es luchar en cada despertar para aceptar y resolver los nuevos laberintos que van forjando las arrugas en la piel, en las manos y en los recuerdos

Por Linda Esperanza Aragón

¿Cómo se hace para arrancar esas estacas que se clavan y se vuelven indelebles? ¿Será posible ocultar unas cuantas estacas? Mucha gente lo intenta a través de cremas rejuvenecedoras, cosméticos y cirugías; hacen más rico a este sector industrial. No obstante, las estacas seguirán clavadas; seguirán justo donde están, pues la mentira no tiene fuerza en el territorio en que estas se instalan. Y por mucho que se intente sacarlas, el tiempo no miente, aunque el cuerpo refleje un rejuvenecimiento manipulado; el tiempo es franco.


Y es que las estacas son los años: se clavan en la vida, en el sentir, el andar, el cuerpo, y lo que va dejando su acumulación son arrugas, achaques, dolores y desvaríos; pero, también mucha experiencia, historias infinitas, sueños profundos y silencios impredecibles.

Tal vez para muchos, estar viejo no sirve, y el saber que se están acumulando varias estacas es vergonzoso, y, que, incluso, se convierte en un oprobio cuando se les pregunta sobre la edad. Estar viejo no se resume solo en andar por los caminos apaciguadamente, o en entablar una relación íntima con la mecedora. Estar viejo es luchar en cada despertar para aceptar y resolver los nuevos laberintos que van forjando las arrugas en la piel, en las manos y en los recuerdos. “La vejez no es para blandengues” es un dicho popular lúcido y sincero. La vejez no la asume cualquiera.

Pude haber titulado este relato  “Los años”, o “La edad”, pero quise rescatar esa palabra a la que no le temen los viejos de Bomba, Magdalena, esa palabra que no dudan en exponer cuando se les preguntan los años que tienen: estacas.  Los años para ellos son las estacas, aunque, claro, los dolores también pueden ser estacas que una vez toquen el alma, invaden de tristeza. Revelan la edad con ímpetu y cuentan sus dolores y alegrías como añorando los ayeres. Las conversaciones no se desvían en el momento en que presienten que alguien tocará el tema de la edad.


Como Rosa Rojano Osorio, una señora que no desvía la conversación en el momento en que le pregunto cuántos años tiene; lo dice a todo pulmón, con ahínco:

-          -Tengo 72 estacas.

Se queda en silencio en la silla, como esperando a que le pregunte otra cosa. Baja la mirada convencida de que no verá más que una profunda oscuridad. La ceguera se apoderó de sus paisajes hace casi cuatros años. El negro se robó los encantos que ella destacaba de Bomba, su tierra natal. Ya no puede verlos más, pero los lleva en la memoria.

-          Rosa, ¿qué recuerda de su juventud?

-          Fui una mujer seca. No fui parrandera ni noviera. Me arrepiento de no haber estado en los fandangos. Cuando era joven me la pasaba haciendo pellones, galletas y almojábanas. Trabajé mucho. Cuando horneaba, el olor atraía a los vecinos y a los niños, y yo les daba para que probaran. Calienticas se las comían.

-          ¿Quién le enseñó a hacer todo eso?

-          Mi madre, Alcira Osorio. Pero aprendí mucho más sobre la panadería con  un señor que trajo de Barranquilla mi tío Mono. Ese señor, o como se dice aquí en Bomba, ese hombrecito forastero, me apuntó varias recetas de galletas y dulces; yo aprendí a hacer galletas, cocadas, alegrías, almojábanas, panderos y merengues. En esa época vendía mis productos a uno o a dos chivos. Eso no se me olvida.

Se arrepiente de no haber gozado en las fiestas, no obstante se siente cómoda en la piel que habita, y eso, quizá, puede recibir un nombre concreto: plenitud. Rosa tiene un montón de piel ajada y un montón de fama en el pueblo, pues sus galletas son muy aclamadas. Son memorables por sus sabores y sus formas, además, porque ella ha conservado a través del tiempo ese arte de hacer galletas. 

-          Y ahora que ya no puede seguir haciendo galletas, ¿quién se encarga de ello?

-          Mi hermana Benedita, mi esposo Pío, y, a veces tres de mis hijas ayudan también: Eladia, Adaluz y Adalgisa. Pero la gente todavía las llaman “las galletas de Rosa”. Y aquí me han venido a decir que no saben igual. Que yo les ponía más sabor.

-          Ese es un legado grande.

-         
Cuando me muera voy a dejar ese legado. Eso es lo bonito.

-          ¿Qué es lo que más hornean actualmente?

-          Galletas de panela, galletas de azúcar (aquí les llaman “piñitas”) y almojábanas.

-          ¿Cuál es la receta de todas esas galletas populares?

-          Eso es un secreto de nosotros.

-          Aparte de vender las galletas en Bomba, ¿en qué otra parte se venden?

-          En Bálsamo y Punta de Piedras se vendían mucho; son pueblos cercanos a Bomba, y las galletas llegaban fácilmente, antes Pío las llevaba en su canoa. Yo horneaba, y él las llevaba. Pero ya no las lleva, desde que supo que tenía una hernia. Cuando mi papá Elois Rojano estaba vivo, también madrugaba y las llevaba.

-          ¿Dónde se vendían más sus pellones?

-          Venían hasta mi casa los señores de Heredia y Punta de Piedras que tenían caballos. Comencé a venderlos a veinte mil, cuarenta mil, ochenta mil pesos y llegué a vender unos a ciento cincuenta mil pesos. Pero no hago pellones desde que mis dos hijos murieron y desde que perdí la visión; y eso fue hace casi cuatro años.


Otra vez se queda en silencio y deja que corran por sus mejillas un par de lágrimas. La muerte de sus dos hijos: Sofanor Torres y Alexander Torres, la ha empujado a un hondo dolor. Rosa se siente marchita, aunque de vez en cuando sonríe al recordar que invirtió su juventud en encontrar la magia prefecta para ponerle a sus galletas, y que todos en el pueblo realzan sus preparaciones; y eso es como echarse un poquito de agua para dejar de sentirse marchita. Esos recuerdos que atesora son como agua que la repone.

-          ¿Qué recuerda de sus dos hijos?

-          Sofanor fue el único de mis tres hijos varones que me ayudó a vender almojábanas. Cuando era niño, él mismo me decía que le echara varias almojábanas en la ponchera y salía a véndelas. Me ayudó bastante. Cuando se convirtió en un pelao’ hecho y derecho se fue a vivir a Barranquilla, y todavía siguió siendo atento conmigo. Venía a visitarme al pueblo, y me traía cigarrillos; compartíamos una caja. Fumar me alivia. Yo fumo desde muy joven, y él igual. También recuerdo que cuando le servía el almuerzo, él dividía la comida, hacía un canal en el plato para que comiéramos juntos. De mi hijo Alexander recuerdo un bonito momento: en las fiestas de Santa Rita de Casia, vienen los señores que venden los helados, y Alexander compró dos helados; recuerdo que venía corriendo con un helado en cada mano para que yo los probara porque él pensaba que yo nunca los había comido.

-        
  ¿Conserva más recuerdos de alguna otra fiesta?

-          Yo no fui fiestera, pero como las fiestas se hacían cerca de mi casa, yo me sentaba a ver a la gente bailar. Y recuerdo que Pío en una de esas fiestas se me acercó y me enamoró.

Mi familia no quería que me casara con él, decían que Pío era flojo. Pero no nos importó nada de eso: una noche nos reunimos con varios amigos a conversar en la terraza. Hablamos toda la noche. Esperamos a que todos se fueran a sus casas, y nada más nos quedamos él y yo, entonces aprovechamos ese momento para irnos los dos solitos. Me llevó a vivir a casa de su mamá. A mi familia no le cayó bien eso, pero con el tiempo se fueron amansando. Luego nos mudamos con mi familia. Tuvimos siete hijos: Sofanor, José Luis, Alexander, Yomaira, Aldalgisa, Eladia y Adaluz. Hasta el sol de hoy no nos hemos dejado y hemos salido adelante a pesar de los malos ratos.

-          ¿Será que usted adora más al pasado que al presente?

-          Adoro la época de antes; al presente no. Renuncio al presente. Dios me marcó mal: me quitó a mis dos hijos y la vista. Si me hubiese quitado la vista y hubiese dejado a mis hijos vivos, yo anduviera por ahí, no importa que me llevaran agarrada. Perdí la vista después de que los dos murieron: primero   Sefanor, quien murió en un accidente de tránsito, y tiempo después,  Alexander, a quien lo acabó un cáncer linfático. Si pudiera escoger, la verdad, habría elegido morir ciega y que mis hijos estuvieran vivos; eso es lo normal. Ese dolor queda clavado, es como un destino negro.

-          Pero sus nietos alivian esos malos ratos y los achaques que vienen con los años…

-          Sí. Yo pinto a mis nietos en mi cabeza. No se me olvidan sus caras ni sus voces. Los quiero a todos. No los olvido. Le pido a Dios que no me quite a nadie más y que cuide de mis nietos. Ya está bueno.

-          Aparte de sus nietos, ¿será que la risa y un buen cigarro aplacan los pesares?

-         
Así es. Me encanta jugarme con la gente, claro, sin faltarnos al respeto. Y fumar siempre me ha gustado desde “pelá”; desde los quince años comencé a fumar: el tabaco y el cigarrillo han sido parte de mi vida. Y Pío nunca me lo criticaba, pues él también ha fumado bastante. Nosotros nos entendemos.

Le gusta estar largos ratos a solas, fumarse un cigarrillo de vez en cuando y llorar un poco. Se desahoga con los amigos que la van a visitar. Siempre recuerda a sus hijos. Y cuando recalca que se siente marchita, surgen silencios espesos, pero levanta la cabeza y menciona a una de sus buenas amigas: Ibeilda Mendoza, y se le escapan algunas carcajadas. 

-          ¿Qué representa Ibeilda Mendoza para usted?

-          Fue una buena compañera de viaje. Pío nos llevaba en su canoa al pueblo Piedras Pintadas, lo que todos llaman “Pintá”. Cada uno llevaba un canalete. Íbamos hasta allá a vender brasieres, pantaloncillos y vajillas. En cada viaje no podía faltar la risa. No se me olvida cuando una vez la convidé a robarle unos mangos a una señora que le debía plata. Mientras yo distraía a la señora, Ibe metía los magos en su cartera. Y después nos los íbamos a comer debajo de un árbol muriéndonos de la risa. Y ni se diga de las veces en que las tempestades nos agarraban mientras íbamos en la canoa: Ibe se ponía muy nerviosa, temblaba y levantaba los brazos para pedirle al cielo que nada malo nos pasara; y yo la miraba, me reía y trataba de prender un cigarrillo. Ella me regañaba, y me reía todavía más cuando miraba su cara y me acordaba de las travesuras que hacíamos. Y Pío ni siquiera se las imaginaba.

El juglar vallenato, Pachito Rada, cantó a todo pulmón “La muerte y la vejez”, una canción que derrama verdades que pueden ser incómodas y punzantes para muchos. Pachito no utilizó eufemismo cuando cantó: “Hay dos cosas muy seguras: son la muerte y la vejez. Por la plata no te alegres; tienes que comprender que, nunca la plata puede con la muerte y la vejez”.

La Rosa marchita que se refresca de vez en cuando con los buenos recuerdos, sabe que no existe una crema que desaparezca las arrugas, reconoce que jamás volverá a ver su rostro en un espejo y no le interesa saber si los espejos la miran. Siente los días pasar y los pasos de la gente, y, sobre todo, los de Pío, quien se le acerca, se posa detrás de su silla y apoya sus manos en los hombros de esa mujer que se escapó con él para enfrentar la vida. En ese momento comprendo que cada palabra revelada por Rosa son los pedazos de su historia
Y es que gracias a que Rosa posee muchas estacas, puede encontrar las palabras exactas para conformar una frase certera:

-    “Uno dura más allá que aquí, por eso uno llora cuando alguien se muere, porque no lo veremos más”.

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