20 oct 2011

La alegría provinciana en la mina a cielo abierto más grande del mundo

Por John Acosta
Eran las tres de la tarde. Los junter0s no se reponían aún del sopor de esa hora del día. Había caído en aguacero a las once de la mañana. Pero el calor era superior a cualquier artificio de la naturaleza. Algunos burros trataban de pastar en las sabanas del pueblo. Las jovencitas, recién levantadas de la siesta obligatoria, se asomaban por las ventanas de sus casas. Miraban la soledad de la calle de arriba a abajo. Y se volvían a acostar esperando un rato más propicio para sentarse, arregladas, en el sardinel de sus viviendas. La última camioneta que llevaba pasajeros a San Juan del Cesar empezó a pitar por las calles. Tres visitantes casuales se subieron. La gente salía a las puertas a ver quién iba a viajar. Al pasar frente a su casa, José Jaime Daza Hinojosa chifló al chofer. La camioneta se detuvo. "¿Ya vas saliendo?", preguntó José Jaime. "Claro. Súbete", respondió el conductor. José Jaime vio a los tres pasajeros. Sabía que el carro no salía hasta que no estuviera con el cupo completo. "No, yo no me voy a emborrachar dando vueltas contigo. Cuando vuelvas a pasar me subo", dijo. "Entonces te vas a quedar", sentenció el chofer. José Jaime Daza Hinojosa se subió. La camioneta siguió levantando polvo por las calles. Recogió dos pasajeros más. Cruzó el río que divide al pueblo. Llegó a la casa de Chave Torres, la curandera que hace volver maridos escapados. Había una mujer de aspecto sombrío. Una de las hijas de Chave Torres salió a la puerta. "Todavía no han terminado de hacerle el trabajo a la señora. Date otra vueltica", dijo. La camioneta arrancó.

Parrandeé con Francisco El Hombre

Por John Acosta
Debían ser las diez de la mañana porque la sombra del palo de guayabo llegaba hasta la piedra de afilar. Sentado en la silla de estacas que tenía clavada en la pared del frente de su rancho de barro, Sebastián Demetrio Hernández limpiaba una vez más su querida escopeta. Casi medio siglo después de aquella mañana, acompañado por las ráfagas de recuerdos brumosos que lo sorprendían a cada rato en el reposo de sus 100 años de vida a punto de cumplir, don Sebastián habla del susto aquel como el más grande de su existencia.

La explosión se sintió por toda la península, no porque fuera de muchos kilos, sino porque el mundo guajiro estaba sin estreno y hasta las ondas propagadoras del ruido eran vírgenes. Sebastián Demetrio no podía controlar todavía el latir desesperado de su corazón asustado, cuando oyó la segunda y después la tercera. Su única reacción de supervivencia fue coger el burro, angarillarlo, terciarse la escopeta y salir a toda prisa hacia Los Remedios, el caserío más cercano a su parcela, porque no le daba la gana de quedarse y morir solo. “Déjate de alboroto, hombre. Esa es la Troco, que anda por ahí, buscando petróleo", le dijo alguien en el pueblo.

La letra, con sangre, no entra

Por John Acosta

Hacía calor. Por los calados del curso se escurrían los gritos de los estudiantes rezagados que se habían quedado en los pasillos después del timbre que anunció el final del recreo. El salón de Décimo grado estaba de espaldas al mar de Riohacha y los alumnos debían conformarse con el aire cálido que brotaba de los dos abanicos eléctricos que pendían del techo. Todos tenían el cuaderno de química abierto sobre sus pupitres. Querían aprenderse de memoria, en aquellos últimos segundos de desespero, lo que no les permitió la negligencia juvenil en los ocho días que tuvieron de plazo para prepararse antes de presentar la prueba decisoria del segundo bimestre académico.

Se lanzaban preguntas que corrían de un extremo al otro del aula de clases y que eran acaparadas en el aire por cualquier destinatario que las tropezaba. Entonces, salían las respuestas entrecortadas, envueltas en un "carajo, se me olvidó" o en un "espérate y me acuerdo". Hasta que un silencio repentino fue opacando, como una onda concéntrica, la bulla que reinaba en el ambiente. Los muchachos miraron hacia la puerta. Ahí, de pie, con la lista de estudiantes debajo de su brazo izquierdo, las dos manos ocupadas con las tres tizas nuevas y el borrador de tablero, estaba el profesor de química, mostrando, como siempre, su sonrisa intimatoria. Entró. Los muchachos lo siguieron con la mirada hasta que el hombre llegó a su escritorio de maestro. Abrió la lista y empezó a llamar, en orden alfabético, al estudiante de turno para que hiciera su ejercicio en el tablero.

Fabriqué mi propio carro

Por John Acosta

Isidro Antonio Romero Suárez tenía 12 años cuando se le ocurrió manejar un carro por primera vez en su vida. Su padre había cambiado la finquita de la familia por un viejo "volkswagen". Y el pequeño Isidro Antonio se levantaba todas las mañanas con las ansias de ver aquel aparato desafiante. Hasta que no aguantó más: convidó a su hermanito, Cenón José, que siempre lo acompañaba con admiración de niño en todas sus actividades, y arrancó en el automóvil sin más lecciones que las que le robaba en silencio al viejo Antonio Romero, cuando el hombre sacaba a pasear a sus dos hijos. Isidro Antonio y Cenón José pasearon felices por las polvorientas calles de El Molino. Cuando regresaron al hogar, el mayor de los hermanos descubrió en una puerta delantera del carro el rayón fatal. 

El último disparo de Año Nuevo

Por John Acosta


Carlos Rosellón Brlto no tenía nada programado para el 31 de diciembre de 1995. Trabajó hasta el medio día en los talleres de Mantenimiento de Camiones, de Intercor, en la mina de carbón de Cerrejón, en La Guajira colombiana. Llegó a su casa envuelto por ese hálito misterioso que cubre a todos los humanos el último día de cada año y se dio un baño tonificante que lo dejó como nuevo. Salió después de almuerzo, con la pinta "treintaiunera" y bien emperfumado, con la idea de encontrarse algún compañero de trabajo por la calle para despedir el año al compás de unos tragos. Luz Melvis, su mujer, lo vio alejarse y todavía no se explica cómo no tuvo el más leve presentimiento de que algo muy grave sucedería horas más tarde.

Carlos Rosellón no se encontró con ninguno de sus amigos de parranda en la ronda de inspección que hizo por toda Fonseca, el municipio de sus entrañas. Entonces, fue a la casa de su cuñado Felipe Amaya, el esposo de su hermana Luz Mary, a recordarle que pasara por él en la madrugada, después de las felicitaciones de Año Nuevo, para que lo llevara a Cañaverales, un corregimiento de San Juan del Cesar, de donde era oriundo y a donde acostumbraba ir siempre a darle el feliz año a sus padres. Ese año, sin embargo, el destino le tenía preparada una mala jugada.

Primo, préstame pa’l bus

Por John Acosta

Lo que más odió en su niñez fue lo que más tarde le dio para pagar su primer semestre en la universidad: la lectura. Y la detestó porque, desde el principio, lo suyo fueron los números y no las letras: cuando del corregimiento de Tigreras se fue para Riohacha a hacer su segundo de primaria, Alifredis Flórez López no sabía leer. En cambio, nadie le ganaba en suma, resta, multiplicación y división, las cuatro operaciones básicas de las matemáticas. Pero eso no le bastaba para enfrentarse al difícil mundo de la escolaridad de entonces.

El señor José, su padre, lo llevaba todos los lunes en la mañana a la casa de la abuela, en Riohacha, refundido entre las tinas de leche que el papá iba a vender a la capital de La Guajira, en la vieja camioneta de placas venezolanas. Y regresaba a Tigreras los viernes en la tarde, entre las canecas vacías, a someterse al suplicio de las lecciones que la señora Avis, su madre, le daba en la cartilla abecedario: fueron los peores fines de semana de su vida, donde el único respiro eran los cortos ratos en que se escapaba a jugar con los amiguitos del pueblo y sus cinco hermanos.