Por
John Acosta
Ya el pequeño
Lisandro Aplaya estaba acostumbrado a la misma cantaleta decembrina con que su
padre lo mortificaba todos los años: "En esta navidad sí es cierto que el
Niño Dios no se va a aparecer por aquí porque no tiene maneras". Y, sin embargo,
en la mañana de todos los 25 de diciembre, Lisandro encontraba su aguinaldo
debajo de la hamaca y sobre el piso sin cemento. Entonces lo cogía sobresaltado,
aturdido todavía por el despertar reciente, buscaba afanosamente a Jesucristo
bebé entre la claridad que se colaba por la solera del rancho con la esperanza
de que el personaje divino se encontrara todavía por ahí, abría la puerta del
patio y le entregaba a la inmensidad del monte humedecido todavía por el rocío mañanero,
su felicidad sin límites.
Pero ese año, por
primera vez, su padre no lo había mantenido en vilo con su acostumbrada frase
de desaliento. Fue peor: el pequeño Lisandro Aplaya tuvo que deshacerse a la
fuerza del candor y la inocencia de sus ocho años para poder entender la
gravedad del asunto en el desencajado rostro de su progenitor.