Por John Acosta
Para ella, las
fiestas de San Rafael ya no son las mismas. "Antes venían los mejores
acordeoneros", dice, con ese dejo nostálgico característico de los
ancianos. Este año, la altura del nuevo parque no le permitía ver lo que pasaba
al otro lado de la calle. Aunque, de todas maneras, no le Importaba mucho: sus
pupilas habían sido cubiertas poco a poco por una mancha negra que le impedía
mirar más allá de sus propios pesares. Imágenes borrosas, difusas, sombras que
se movían, conocidas ya, más por su olor característico, que por su nitidez.
Además, ese día tampoco le favorecía mucho el estado del tiempo: una tarde nublada,
semioscura, con serias amenazas de caer un fuerte aguacero. Con el sol en pleno
esplendor, se le facilitaba distinguir mejor las masas deformes que pasaban por
su alrededor.
Ahí estaba ella, sin
embargo, sentada en su mecedora de siempre, a un lado de la sala, frente a la
puerta que da a la calle, con el trapo blanco amarrado en la tira de su refajo
y que empezó a usar cuando sintió que sus ojos le lagrimeaban mucho. Sola en la
casa, en medio del bullicio de la gente, que esperaba afuera de la iglesia a
que sacaran el santo para la procesión.