Por
John Acosta @Joacoro
Yo veía que mi abuela no
podía dormir. Se revolcaba de un lado a otro en su hamaca, se sentaba con sus
pies colgando, se volvía a acostar con la cabeza ahora para otro lado. Me hacía
el dormido para ahorrarle a ella la angustia que le causaba el hacerme preocupar
por su insomnio. A veces, le sentía su
chancleteo cuando iba hasta la sala a
servirse un vaso de agua de la jarra que ella ponía en la mesa para no tener
que salir a media noche hasta la cocina, que quedaba en la mitad del patio. La
música entraba nítida por las soleras de la casa. Venía desde la Caseta
Comunal, como llamábamos en La Junta (Haga click aquí para leer crónica sobre La Junta), el pueblo del alma, el sitio amurallado
donde se hacían las verbenas. Yo estaba seguro de que no era el concierto en vivo, que
llegaba a todo timbal hasta el aposento, lo que la trasnochaba. Sabía, además,
que hasta que no botara lo que la atragantaba, mi abuela no podría conciliar el
sueño. Entonces, lo soltó, sin ningún pudor, en voz alta, pero para sí misma,
pues los únicos que estábamos en casa éramos los dos y ella me hacía fundido. “No
sé qué tanto le verán a un hombre que lo único que hace es gritar”, pudo decir,
al fin, con rabia.
Esa noche cantaba Diomedes
Díaz y mi abuela se refería a él. Con que era eso. Yo tendría ocho o diez años
de edad. Diomedes tendría unos 20 y acababa de grabar su primer álbum musical.
Para los niños junteros de esa época, el que un joven tuviera el atrevimiento
de desafiar a la pobreza para empezar a labrar lo que quería, era motivo de
orgullo. Por eso, no me dio la gana de seguir fingiendo que dormía y tuve el
abuso de contestarle a mi abuela. No solo eso, sino, además, contradecirla: “Será
la única persona en el mundo que piensa así porque le aseguro que esa caseta
debe estar atiborrada de gente”, le dije.