Jorge Luis Aguilera sintió los toques
violentos de la puerta y supuso que su amigo Martín Buelvas había llegado otra
vez borracho a la casa. Le pareció extraño, sin embargo, que el hombre tomara alcohol iniciando la semana apenas, pues era martes en la noche. Al escuchar la insistencia
de los golpes en la casa del frente, Jorge Luis interrumpió su novela
favorita y fue a asomarse por el vidrio que tenía la entrada de su casa. Un
enorme escalofrío le recorrió por varios segundos su espina dorsal: no era su
amigo, sino varios hombres uniformados y armados los que tocaban
impertinentemente en la vivienda de Martín. Su miedo inicial se le convirtió en
pesadilla cuando vio que dos mujeres armadas con fusiles cruzaban la carretera corriendo
rumbo a su morada. Pensó que lo habían pillado husmeando, a pesar de tener la
luz de la sala apagada, e iban por él:
se quedó en posición de firme, de espaladas a la pared y con los ojos cerrados,
orándole a su Dios para que lo salvara de lo que viniera. Sintió la respiración
agitada de las dos mujeres en la terraza, que se mezclaba con el silbido del
aerosol con que ellas pintaban la pared. No supo cuánto duró petrificado ahí,
pero solo pudo salir de su estupor cuando los tiros de fusil vulneraron con
horror la virginidad de esa noche. Esperó unos minutos hasta que sintió voces
conocidas afuera y salió a la calle. Entonces, pudo cuantificar el saldo de
aquella incursión de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (Farc) en
la población de Casacará, en el departamento del Cesar.