Por
John Acosta
Esa tarde, los que iban
ingresando a la plazoleta, se topaban con el arrullo de la voz que leía el
cuento, acompañada por las notas suaves de una guitarra que enamoraba. No había
de otra: la urgencia de la clase que iniciaba, o lo que fuera, debía esperar,
pues la tonalidad de quien leía, mezclada con la música apropiada, no daban
ganas de hacer otra cosa distinta a quedarse para escuchar hasta el final de lo
que allí se decía. O más bien, lo que allí se leía. Hasta el rector de la institución,
Ramsés Jonás Vargas Lamadrid, que sintió en su oficina del cuarto piso el
susurro de las palabras y el compás musical, no resistió la tentación de abrir
la ventana y asomarse: no la volvió a cerrar hasta que el último lector leyera
la última palabra en un idioma diferente.